Confesiones subalternas II:
modos de representación de la colaboración y la culpa en novelas argentinas de la posdictadura*
Macarena Areco Morales
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile
Resumen: En este artículo analizo las novelas El fin de la historia (1996), de Liliana Heker, La mujer en cuestión (2003), de María Teresa Andruetto, y Una muchacha muy bella, de Julián López (2013), con el fin de estudiar el régimen imaginario de repartición de las culpas en el contexto de las figuraciones de las violaciones a los derechos humanos en la última dictadura militar en Argentina. El experimentalismo, la objetividad del informe y el esteticismo son los modos de representar que distingo en estas obras.
Palabras clave: imaginarios sociales, subjetividad, dictadura, posdictadura, narrativa argentina reciente.
Subaltern Confessions II: Modes of Representation of Collaboration and Guilt Post-Dictatorship Novels in Argentina
Abstract: In this article I analyze the novels El fin de la historia (1996) by Liliana Heker, La mujer en cuestión (2003) by María Teresa Andruetto and Una muchacha muy bella by Julián López (2013), in order to study on the imaginary division of guilt in the context of the last military dictatorship in Argentina. Experimentalism, the objectivity of the report, and aestheticism are ways of representation which I distinguish in these works.
Keywords: social imaginaries, subjectivity, dictatorship, post-dictatorship, recent Argentine narratives.
El caso de las mujeres que se involucraron sentimental y sexualmente con los violadores a los derechos humanos y en ocasiones fueron colaboradoras de la represión ha sido fundamental en el imaginario social de las posdictaduras argentina y chilena, en especial si consideramos la recurrencia con la que este motivo aparece representado en ambos países en la literatura de los últimos años. Es así como, desde fines de los noventa y hasta la fecha, se ha publicado alrededor de una decena de obras que tratan acerca de este tipo de relaciones, desde El fin de la historia (1996), de Liliana Heker, la primera novela que lo trata en Argentina, hasta dos relatos chilenos recientes: Carne de perra (2009), de Fátima Sime, y La vida doble (2010), de Arturo Fontaine. A ellos podrían agregarse otros textos narrativos en los que, si bien no de modo central, la problemática es tratada, como son El palacio de la risa (1995), de Germán Marín, y El desierto (2005), de Carlos Franz1. También es posible sumar a esta serie el tríptico publicado por editorial Ceibo en 2013, Bestiario, que reúne tres obras dramáticas –Grita, de Marcelo Leonart, Medusa, de Ximena Carrera, y El Taller, de Nona Fernández– donde la acción se centra en mujeres involucradas con la represión2. Sobre esta representación preeminente y sus vínculos con el referente real razona el crítico argentino Fernando Reati:
(…) es probable (…) que el número de mujeres presas que desarrollaron relaciones con sus torturadores no haya pasado de un par de docenas en todo el país, un número no demasiado alto si se piensa en las miles de víctimas que cayeron en los abismos del terrorismo de estado. A pesar de ello, la figura de la prisionera que se acuesta con el represor se ha sobredimensionado en el imaginario nacional (27)3.
Pareciera que la mejor forma de alegorizar la entrega que significó “quebrarse” en la tortura fuera el vínculo sexual con el enemigo que, como se ha dicho, no debe de haber sido numéricamente muy significativo, pero que imaginariamente ocupa gran parte del espacio, en tanto un porcentaje importante de los relatos sobre las violaciones a los derechos humanos se ha detenido en esto.
A partir de lo anterior, mi hipótesis –tanto para este artículo como para el imaginario de la colaboración en general– es que, cuando se ha tratado de ficcionalizar el terrorismo de Estado, son, al menos en las primeras instancias, las mujeres y también los subalternos en general, y no como podría esperarse, los principales responsables, quienes son puestos en el foco de la representación4. Me parece que esta preeminencia funciona como un dispositivo de visibilización que opera una repartición imaginaria de las culpas, lo que si bien no tiene que ver con la justicia real –pues esta compete a las instituciones sociales y las leyes y no a la producción artística–, contribuye a la elaboración del imaginario social siempre en disputa acerca de la construcción de la memoria y de la historia. En consecuencia, no son los victimarios quienes se ponen bajo el escrutinio de la narración, sino que estas obras se enfocan en los guardias, el personal de servicio, los conscriptos o, más comúnmente, las mujeres que se “quebraron” ante la tortura y ayudaron a sus represores. Para continuar perfilando este imaginario, ahora se trata de concentrarse en dos novelas argentinas que han tratado el tema de las mujeres colaboradoras, que no utilizan el género discursivo de la confesión sino que otras formas narrativas: El fin de la historia, de Liliana Heker, que puede considerarse una novela experimentalista, cuya dificultad hizo necesario un análisis más largo, y La mujer en cuestión, de María Teresa Andruetto, relatada bajo la forma de un informe; a ellas sumo una tercera, Una muchacha muy bella, de Julián López, que, por la vía del discurso poético, me parece, discute la perspectiva de las culpas5.
Las dificultades del contar: El fin de la historia, de Liliana Heker
La primera novela que se centra en este tema en Argentina de la que tengo noticias es El fin de la historia de Liliana Heker, publicada en 1996, la cual no recurre al formato de la confesión, sino que a un complejo relato experimentalista con elementos que la hibridizan, entre ellos la importancia de la historia y del testimonio, la conformación de una suerte de novela de aprendizaje del escritor y la realización de una pesquisa6. Un planteamiento muy temprano de Daniel Balderston con respecto a los modos de representación iniciales del llamado Proceso de Reorganización Nacional es útil para pensar esta obra. Según el crítico estadounidense, una modalidad fue la denuncia directa, escrita en el exterior, y otra, publicada internamente, una elusiva, hecha de vacíos, latencias y desplazamientos, representada por El corazón de junio de Luis Gusmán y Respiración artificial de Ricardo Piglia7.
A pesar de que la novela de Heker se publica casi dos décadas después de la de Piglia, las modalidades de la narración son muy cercanas a las que el autor de Crítica y ficción emplea en su obra del ochenta: en ambas se trata de un relato que, a partir de la historia con minúscula, intenta dar cuenta de la Historia nacional, pero no de una manera lineal ni cronológica; es decir, sin los tiempos ni los ordenamientos de la razón historiográfica, sino que a partir de la fragmentación, los espacios en blanco y, sobre todo, de la reflexión permanente acerca de la literatura y las problemáticas de la representación, tanto en relación con la puesta en escena de la dificultad de narrar y de entender la historia, como respecto de las capacidades explicativas de aquella en relación con esta. Como lo plantea el mismo Balderston, una estrategia de este tipo durante la dictadura tuvo como primera funcionalidad “eludir a los inquisidores” (114), y en este sentido es notable que, a más de una década del juicio a las juntas, todavía siga siendo necesaria para Heker. La pregunta es, entonces, a qué se debe esta necesidad en una fecha tan tardía como fines de los noventa. Primero veamos algunos ejemplos de este procedimiento, para, en un segundo momento, aventurar alguna explicación. En El fin de la historia pueden observarse cuestionamientos constantes, metaficcionales, así como dudas repetidas y que nunca se resuelven sobre la posibilidad de contar una historia/la Historia. Se recordará que Respiración artificial se abre con la pregunta “¿hay una historia?”, la cual es circunscrita, en primera instancia, a la trama familiar de Renzi, pero muy pronto se va ampliando a la Historia del país y luego a la de Occidente, de su política, su filosofía y su literatura. Intensificando la problemática del inicio, a lo largo de toda la novela de Heker, la narradora, Diana Glass, quien es una escritora y especie de alter ego de la autora, va proponiendo distintos comienzos para su relato, pues tiene muchas dificultades para decidir cuál debe ser la escena inaugural que le permitirá abrir la historia trágica que quiere contar: la de los jóvenes guerrilleros de su generación que fueron víctimas de la dictadura. La dificultad es tal que, cuando hemos pasado las doscientas páginas, todavía está probando con distintas escenas: “La historia comenzará, dice, una destemplada tarde de julio de mil novecientos setenta y uno, año en que la muerte ha dejado de ser un azar remoto…” (229)8. Garita, un escritor homosexual que en dictadura se ha dedicado a dirigir un taller literario al cual asiste Diana, evidencia y critica esa dificultad e incluso pone en duda el que haya algo que narrar: “[D]eberías tener menos principios y dedicarte, sencillita y creadora, a encontrar un principio como Dios manda para tu historia. Si es que de verdad tenés una historia” (223).
La metaficción también está presente en el cuestionamiento con respecto a las elecciones al momento de narrar: “No todo episodio de la realidad es significativo –le contesta a Garita–. O para volverlos significativos uno tendría que tener en cuenta tantos hechos que, en lugar de un relato, debería narrar la vida misma” (177). Puestos a elegir, lo que es relatable y lo que no es objeto de polémica: “Cómo murió –pregunta Garita. (…). No importa cómo murió –dice Diana con tanta decisión que casi lo cree– lo que importa es nuestra amistad, el tiempo de esa amistad” (145). Siguiendo con las decisiones, en otro momento Diana no quiere referirse a la última vez que se encontró con un personaje: “Lo vi otra vez –dice, pero no es lo que quiero contar./ –Lástima –dice Garita– Porque tengo la impresión de que el meollo está siempre en las cosas que no querés contar” (174). Se plantea, además, la importancia de ciertos detalles aparentemente insignificante: “Arenques en salmuera, eso era lo que estaba bien, lo poco que (…) guardaba cierto orden” (213), detalles que operan como “pequeños cataclismos deformándole la estructura cristalina que obcecadamente se empeñaba en urdir” (212-213). Como resultado de estas reflexiones, la narración muta, cambia de rumbo, de tono y de valoración todo el tiempo:
La historia continuamente se le modifica, se le vuelve esperanzada, o aventurera, o trágica, por eso ahora mismo, rodeada de fotos algo ajadas y conmovida por un impulso arrasador pero carente de derrotero, añora, entre otras cosas que añora, ese estado de gracia o de fe de la tarde en el café Tiziano, cuando por ¿segunda? vez se le ocurrió contar una historia. Que todavía no era del todo la que fue armando después. Y mucho menos ésta (43).
Estas indecisiones, titubeos, reinvenciones, reflexiones, inflexiones pienso que pueden explicarse debido a que la narradora (y también la autora) de El fin de la historia intentan adentrarse en lo que podría nombrarse, con la ayuda de Conrad, como “el corazón de las tinieblas” de la dictadura, el núcleo del horror según ha sido imaginado por la generación que Elsa Drucaroff llama de la militancia (12). En la novela este centro está expresado en la biografía de la amiga de infancia de Diana Glass, Leonora Ordaz, alta dirigente de Montoneros, cuya historia es el corazón negro que se trata de relatar y es ejemplar9: la de los ideales de la militancia y la posterior colaboración de parte de ella con los represores en la ESMA (Escuela Superior de Mecánica de la Armada)10 y, fundamentalmente, el enamoramiento del torturador11. Haciendo una suerte de planteamiento secuencial de la historia, esta incluye: las esperanzas de los jóvenes de cambiar el mundo inspiradas, como en don Quijote, por las lecturas; la militancia revolucionaria de izquierda; la participación en acciones violentas; la clandestinidad y los palos de ciego de las dirigencias (cuando es secuestrada, Leonora lleva escondida en su cartera una carta de renuncia en que se explaya sobre esto); el secuestro y la tortura, la colaboración y el enamoramiento del torturador; las autojustificaciones después del fin de la dictadura. Pero en la narración esto no aparece como una cadena causal, sino como una dispersión de fragmentos, los que van ocupando distintos lugares en la cadena diacrónica e incluso pueden ser reemplazadas en el plano paradigmático, como se vio con los diversos comienzos, que aparecen en distintas temporalidades y que van mutando. De este modo, no se desarrolla lo que podríamos llamar los nexos que unen los distintos segmentos, sino que lo que aparece es la falta de ellos y, más precisamente, el abismo existente entre ellos: los ideales, por una parte, que deberían haber llevado a otra cosa, a otra historia, y la colaboración, por la otra, inexplicable para la narradora. Esto se ve reflejado, obsesivamente, en la pregunta sin respuesta de cómo Leonora, siendo lo que era (bella, inteligente, potente, líder), se transforma en una agente de la dictadura y construye una pareja con su torturador. No hay una lógica interna de las secuencias y sus vínculos que explique lo ocurrido al personaje, como sí la habría habido si ella hubiese muerto en la tortura. La explicación de la historia no se da, entonces, en el nivel interno, de la relación entre las secuencias del relato, sino que es general, incluso podríamos decir teórica, pues se relaciona con las no-leyes del Estado de excepción12, donde la “[l]ógica para un mundo de leyes lógicas’ [es] ‘[i]naplicable en tiempos de demencia oficial’” (113) y el sujeto se vuelve nuda vida13: “todo límite podrá ser traspasado con aquellos que han dejado de pertenecer al mundo de los hombres” (112). Así, lo que el texto hace es dar cuenta del quiebre del proceso de la historia, que ha llevado a la transgresión de la idea de hombre, y para mostrarlo, materialmente podríamos decir, opera el traspaso de la idea de novela a través de los cuestionamientos y el descoyuntamiento. Como dice Diana, en presente, respecto del sentimiento de su organismo al representarse la tortura de su amiga: “Odia su cuerpo, o mejor, odia la integridad de su cuerpo desde la mirada de la que ha de yacer con el cuerpo destrozado” (113); desplazando esto a la novela, el texto no puede ya aspirar a ser un todo organizado, a seguir ciertas leyes de la historia, o del relato, en el imperio de la barbarie.
Aunque no siempre en el centro del escenario, a veces fuera de foco o borrosa –Diana Glass tiene problemas de visión y no quiere usar anteojos– como una imagen difícil, tardía, a la que cuesta visibilizar y relatar, la historia de Leonora, como también ocurre con la novela de Fontaine a la que me he referido antes, parece ser la cifra14 del horror de lo ocurrido en Argentina en esos año. Aunque aquí son muchos los acercamientos, los tanteos de ciega de Diana, quien intenta llegar al centro de su relato que es el testimonio de Leonora, la cual se resiste a la confesión. Así, en esta narración no se da la situación básica de poder, descrita por Foucault, en que el pecador está obligado a confesarse frente a quien detenta la autoridad15. La ex Montonera, mal le pese a su ex amiga Diana, no manifiesta ningún arrepentimiento16. La narradora habría querido contar la historia de una heroína que se sacrifica por una causa pero, como ha relatado Calveiro, “[n]o hay héroes en los campos de concentración”17. Y esto vuelve tan difícil contar una historia que está signada por la falta de explicación de una lógica interna y por la decepción, pues se “acabó el cuento”, es el fin de la historia18.
Siguiendo con la idea de la cifra, Diana Glass ha pensado tal como lo debe hacer el historiador materialista, el que, según Benjamin:
[H]ará estallar la continuidad histórica para desprender de ella una época determinada; hará estallar igualmente la continuidad de una época para desprender de ella una vida individual, y, por último, hará estallar esta vida individual para desprender de ella un hecho o una obra dada. Logrará, de tal modo, hacer ver que la vida entera de un individuo cabe en una de sus obras, en uno de sus hechos; que en esa vida cabe toda una época (395)19.
La idea que el narrador de El corazón de las tinieblas plantea al inicio de la novela como propia de Marlow –“el significado de un episodio no se hallaba dentro, como el meollo, sino fuera, envolviendo el relato que lo ponía de manifiesto” (130)– nos puede ayudar a visibilizar por qué, en una mirada de este tipo, la pregunta de Diana queda sin respuesta. Así como Marlow no puede explicar el corazón del colonialismo a través de Kurtz, tampoco Diana puede explicar “el fin de la historia” a través de Leonora. La mujer en cuestión, de María Teresa Andruetto, propone otro tipo de búsqueda, más conradiana que benjaminiana, podríamos decir, en que si bien se plantea la necesidad de indagar en la historia individual, se evita centrarse exclusivamente en un personaje como si este fuera la “cifra” de todo lo ocurrido.
Mirar afuera: La mujer en cuestión, de María Teresa Andruetto
De un modo similar a El fin de la historia, en La mujer en cuestión, de María Teresa Andruetto, por medio de la experiencia individual de una mujer que fue secuestrada por agentes de la dictadura se busca representar el acontecimiento límite del terrorismo de Estado de los setenta y los ochenta, abarcando también la posdictadura. Pero, como hemos adelantado, ahora la modalidad narrativa es muy diferente y también lo es el enfoque. Distante tanto de la confesión como del experimentalismo, Andruetto elige el formato del informe para dar cuenta de la vida de otra mujer argentina nacida en los años cuarenta, Eva Mondino Freiberg, que fue parte de la militancia guerrillera en Córdoba y que sobrevivió al secuestro y la tortura. Alguien cuya identidad se desconoce le ha solicitado al redactor, un detective privado, que investigue la vida de la mujer. Tanto el informante como el lector desconocen el objetivo de la pesquisa, pero se piensa que el mandante puede ser el hijo robado a Eva en el centro clandestino de detención de la Ribera, aunque no hay ninguna prueba definitiva que permita afirmarlo. El relato se sirve del efecto de objetividad del género narrativo que le da forma, refiriendo aspectos específicos y demostrables como estatura, peso y edad20 del personaje, pero rápidamente se cuela la subjetividad del investigador, quien incluso lo reconoce. Y si bien el objeto de la búsqueda es Eva, la narración nunca se focaliza en su interior. Sabemos más de muchos otros personajes –la madre, un primo, el ex marido, ex compañeras de colegio, dos amigas del presente, la mujer que la cuidó de niña–, pero no se logra tener una visión clara de ella, más allá de datos precisos como su edad, sus gustos, los muebles de su casa, etc. Con esto se esclarece la idea de que es imposible el conocimiento del “corazón” de una persona, podemos decir siguiendo la metáfora conradiana, y el informante está consciente de ello:
Una persona es en realidad muchas, de modo que, a medida que se avanza en la investigación, sus características se amplían, derivan en incidentes menores, se contradicen unos aspectos con otros, y el sujeto en cuestión es visto por distintos testigos como si se tratara de sujetos distintos con vidas diferentes. (…) Todo esto (…) es particularmente verdadero a la hora del acercamiento a una mujer como Eva, multifacética y cambiante como la que más (34).
El investigador se entrevista con la propia Eva, quien acepta conversar con él por dinero. La mujer ha pasado por experiencias durísimas: su primer compañero fue desaparecido, un profesor le exigió sexo a cambio de averiguar qué había pasado con él, fue detenida y torturada, cree que dio a luz un hijo en prisión del que no tiene noticias, delató a un amigo, que fue detenido y asesinado, después de la cárcel se casó con un hombre que puede haber sido un torturador. No obstante, al final de la historia, Eva, quien lleva una vida sencilla, con pocas amistades y recursos, parece ser alguien con una visión de las cosas armónica y propia. Es, al menos, la opinión del informante: “Y sin embargo, aunque parezca extraño, se podría decir, sin faltar a la verdad, que Eva es, a su manera, feliz. Todo lo feliz que puede serlo una mujer de su edad y con una historia como la suya” (151).
Si no hubiese sido publicada varios años antes, la novela de Andruetto podría leerse como una respuesta polémica a la de Fontaine, pues invierte por completo los presupuestos y las elecciones de La vida doble –relato en el que, al modo de una confesión, se expone a la mujer colaboradora al foco absoluto de la representación: ella es la única que habla e intenta encontrar explicaciones de lo ocurrido, en su lecho de muerte, en un país lejano, abandonada por todos, obsesionada por su actuación21–. En cambio, Eva es una mujer casi feliz, lo que contrasta con la soledad y la enfermedad terminal que afectan a Lorena, como una especie de castigo por sus pecados. En términos narrativos, la voz de la mujer en cuestión no es el centro único del relato, sino que es una más, entre las de los muchos otros testimoniantes. Tampoco es muy cercana; de hecho, incluso el autor del informe se percibe mucho más próximo que ella, pues nos enteramos de lo que piensa, todo lo contrario de lo que ocurre con el escritor de La vida doble, del cual nada sabemos y a quien nunca escuchamos. Otra diferencia fundamental es que la narración no se obsesiona con el tema de la culpa, la delación es un episodio dentro de otros, muy doloroso, pero con el cual es necesario vivir:
“Morir ahogado es mejor que morir asfixiado”, cree Eva, y así se lo dice a este informante en esa oportunidad y dice también que fue de esa forma como “me sacaron información sobre Ernesto, me apretaron hasta que no puede más y largué…” y agrega que era muy amiga de Ernesto Soteras, que lo quiso “como se quiere a un hermano” y que “daría todo lo que tengo, salud y todo, por borrarme de la cabeza lo que dije esa tarde…”, pero que “no es como la gente cree”, que lo dijo porque “…me apretaron y no pude más, pero eso no es colaborar, usted sabe bien que colaborar es otra cosa”.
Acto seguido toma agua, se recompone, y pregunta a quien redacta este informe si conoce el submarino seco y el húmedo y, en ese caso, cuál prefiere y “con cuál hubiese desembuchado menos”, pero este informante no tiene experiencia sobre ese asunto, ni tampoco se siente en condiciones de juzgar el accionar de Eva en relación a Ernesto Soteras, quien fue abatido por las fuerzas de seguridad el 3/11/78 (123).
El juicio acerca de Eva queda en suspenso. Como dice uno de los entrevistados: “hizo como pudo, hay que entender eso, cada uno de nosotros hizo como pudo” (146).
A diferencia de lo que ocurre en la confesión, el énfasis no está puesto en la culpa personal ni en el arrepentimiento, sino que en un sistema social donde todos han hecho su parte y, aunque en distinta medida, hay muchos culpables: los que no la ayudaron, los que se aprovecharon de su precariedad, los que la insultaron: “Aun en la actualidad, tiene que oír comentarios, como hace años oyó insultos. (…) ‘comunista’ y ‘puta comunista’, primero y años después ‘traidora’, ‘botona’” (39). Como dice Reati: “Ante esa suma de pequeñas bajezas, nacidas de la comodidad, la indiferencia o complicidad, ¿tiene alguna importancia la confesión extraída a Eva por medio de la violencia física o si tuvo o no un hijo con un torturador?” (30)22. Hay aquí ese gesto, me parece, en el que Marlow creía, de mirar afuera, entendiendo que el corazón es inextricable y que las “palabras ajenas”, si son diversas y plurales, pueden permitir una visión más esclarecida.
Para terminar, aunque no menos importante, en este relato no aparece tematizada la problemática del involucramiento sexual y sentimental con el victimario, la cual es central en la serie de las mujeres colaboradoras. Si bien después de la cárcel Eva estuvo casada con un hombre que pudo haber estado involucrado en la represión, esto no se aclara, y no aparece como algo fundamental.
Como ha escrito Pilar Calveiro: “El campo y la sociedad están estrechamente unidos; mirar uno es mirar la otra” (98). Sostiene la investigadora que el Proceso de Reorganización Nacional transformó a toda Argentina en un campo de concentración y la sociedad y que la ciudadanía también fueron metafóricamente secuestradas, quebradas, e incluso desaparecidas:
La voluntad omnipotente de procesar y adecuar la sociedad, de “quebrarla” y reformatearla, de abolir sus dinámicas más arraigadas, para anularla y sumirla en la misma parálisis hipnótica que afecta a los sujetos, fue parte del dispositivo que no se repite sino que simplemente es el mismo que está funcionando en toda la sociedad, dentro y fuera de los campos (97).
En consecuencia:
En la sociedad, como en los campos, no existieron héroes ni “inocentes”. Todos fueron alcanzados de alguna manera por el poder desaparecedor. Los actores sociales fueron extrañas combinaciones de formas de obediencia y formas de rebelión. Nada quedó blanco o negro; todo alcanzó raras tonalidades, a veces incomprensibles. Por eso no tiene sentido rescatar a las víctimas inocentes: todas lo fueron. Ninguna merecía la anulación de su ser, la tortura y la oscura muerte de ser arrojado desde un avión sin dejar rastro de sí (98).
Y como relata Piglia con respecto a lo que vio en su regreso a Argentina en 1977:
Lo primero que me llama la atención es que los militares cambiaron el sistema de señales. En lugar de los viejos postes pintados de blanco que indicaban las paradas de colectivos han puesto unos carteles que dicen: “Zona de detención”. Tuve la impresión de que todo se había vuelto explícito, que esos carteles decían la verdad. (…) como si se hiciera ver que Buenos Aires era una ciudad ocupada (115).
Si bien las responsabilidades mayores de la represión no pueden ponerse en duda ni relativizarse, en una ciudad tomada y con una ciudadanía ausente, como fue la de la época de la dictadura en Argentina, una red social entera debió de funcionar bajo presión para que el terrorismo de Estado actuara, una red en la que personas como las representadas por personajes como Eva Mondino, Lorena o Leonora Ordaz fueron atrapadas y ocuparon el espacio quizás más frágil y expuesto de todos.
¿Cómo salir del imaginario de la culpa?: Una muchacha muy bella, de Julián López
Una última novela que quisiera analizar, porque se sale radicalmente de este imaginario, es Una muchacha muy bella, de Julián López, publicada en 2013, una narración en extremo cuidada sobre una joven de los setenta, presentada a través de la mirada de su hijo, quien siente hacia su madre un amor obsesivo, absorbente, edípico. No obstante, su relato es el de un observador distante, pues lo que cuenta ocurrió en un pasado lejano y es traído al presente por la memoria. En este sentido, el narrador expresa una fuerte conciencia de la artificialidad del relato, debido al inevitable ordenamiento que efectúa la rememoración: “Creo recordar –aunque, ¿es una cinta de fotogramas sueltos que edito para tener una película magnifica, una historia para contarme?” (15). El recuerdo que el hijo hace de su madre responde a ciertas conformaciones clásicas de lo femenino visto por lo masculino y es declaradamente esteticista, como lo indica ya el título. Así, desde la mirada del narrador adulto, pero que mira como el niño, el principal rasgo de la madre es la belleza, una belleza como de Maga, al mismo tiempo rebelde, superior, élfica: “Mi madre era una muchacha muy bella. Tenía la piel pálida y opaca, hasta podría aventurarme a decir que azulina, un destello que la hacía única y de una aristocracia natural, lejana de toda trivialidad mundana” (9). Siguiendo dentro del imaginario masculino, la madre es figurada a través del vínculo con la naturaleza:
Cuando estábamos en casa mi madre solía pelar chauchas de arvejas, habas, o vainas de frijoles zainos; no recuerdo las comidas que hacía con esos vegetales aunque sí recuerdo que la humedad y el brillo de unas y otros semejaban perfectamente la piel de los dedos largos y elegantes de las manos de mi madre (14)23.
En este mismo universo representativo, la joven lleva al niño de paseo al Jardín Botánico, cuyo “azul mudo y rugoso” (21) relaciona a ese mundo vegetal con la muchacha. Pero, rompiendo lo previsto, la figuración no solo pasa por la naturaleza, sino que también por la cultura y la política: “A mi madre se le llenaban los ojos de lágrimas ante la vista de cada escultura: Los primeros fríos, un anciano, de barba, sentado abrazando a una niña (…)” (22).
Como se ha visto recién, el mundo de la cocina no es el de la madre, quien desgrana bayas sin que esto se traduzca en comidas recordables. Pero una noche, después de haber salido muy tarde y de manera intempestiva, a su regreso invita al niño a una cena nocturna: ella hierve las salchichas y le encarga a él preparar el puré instantáneo. Contra ciertas representaciones adoloridas de escritores hijos de militantes, cuyos personajes se lamentan por haber tenido que comer hamburguesas Paty con puré en polvo, servidos por la empleada mientras los padres militantes hacían práctica de punta y codo, el hijo de la muchacha muy bella releva el misterio, la inefabilidad y el erotismo: “A quien podría contarle la extraordinaria sensualidad de una cena de salchichas frías y humo de 43/70?” (76).
Madre e hijo viven solos en un departamento y mantienen relaciones amistosas solo con una vecina, Elvira, antigua cancionista de tangos, y con un hermano de la joven que los visita muy pocas veces. Todo parece muy tranquilo, pero hay algo misterioso en la muchacha bella. Por ejemplo, cuando van al parque, deja al niño un rato jugando solo (25) o a veces recibe llamadas telefónicas después de las cuales sale, encargándoselo a la cantante o, como mencionaba, incluso dejándolo solo en la noche. Desde la mirada del hijo, nada de esto se explica. Sin embargo, casi al final la joven es secuestrada y desaparece, y la situación se configura. De manera excepcional, un día Elvira lo va a buscar al colegio y lo que el niño ve al volver es una especie de no aleph o una catástrofe como la que Neruda recuerda en “España en el corazón”: “La puerta de nuestro departamento (…) estaba abierta y de allí salía una luz blanca, brillante y nubosa” (128). En la escalera encuentra un libro roto y una vez dentro:
Todo estaba en otro sitio, todo estaba revuelto.
No había más postales de viajes extraordinarios, ni soles aztecas con barbas de colores.
(…)
Ni había más sillón ni había casa.
(…)
No había parquet desvencijado ni mascotas embalsamadas en los anaqueles del modular.
No había. Mi casa estaba rota. (…) Vi mi casa rota (128-129).
El tratamiento altamente estetizante, incluso poético, como el que vemos en esta descripción, creo que puede interpretarse como una apertura respecto de las representaciones de las víctimas de la dictadura que se centran en el horror. No es que estas últimas no sean necesarias, pero de un modo complementario la fijación en la belleza de la madre desaparecida podría estar alegorizando, desplazadamente, la belleza de un proyecto destruido. En esta misma línea, el narrador se niega a representar la tortura y la desaparición:
No quiero ser el hijo de ese cuerpo en los días entre el secuestro y el final. No lo aguanto, no lo puedo llevar en mí, no puedo haber sobrevivido a esa muchacha bella y saber todo lo que no sé. No puedo ser el hijo de esa mujer menor que yo ante ese abismo. No lo aguanto. No puedo. Y no me interesa vivir para contarlo. No puedo. No puedo (151).
Pero lo que es más importante para lo que estoy intentando plantear en este ensayo es que, si bien la novela desarrolla una nueva posibilidad de representación que se niega a exponer la tortura y el asesinato, no evita referirse al tema de la colaboración, sino que, por el contrario, lo explicita y cuestiona su carácter dicotómico. Así, primero pone en duda la perspectiva marco de esta mirada: “Un día me harté de escuchar eslóganes como ‘nosotros tenemos los mejores muertos’. (…) Me había acostumbrado a pensar que la muchacha bella había sido débil, que había sido fuerte, pero débil para quién, fuerte para quién” (150). Luego impugna la ideología binaria y de la culpa que subyace en ella:
(…) todo se dividía entre quebrados y leales. Nunca supe de nada más católico que eso, nunca supe de nada más macho y vaticano. No hay ningún hombre nuevo volviendo de entre los muertos. (…) hay una muchacha bella perdida para siempre en el espanto y un quebrado que se ahoga y no puede distinguir cual es su recuerdo (150).
Comparemos esto con un momento culminante para Diana Glass, en la novela de Heker, de la historia que intenta contar, cuando el torturador lleva por primera vez a Leonora a darse una ducha: “(…) ahora que una de las dos va a perderse, o tal vez ya se ha perdido para siempre” (127, el énfasis es mío), dice la narradora, con un sustrato evangélico estructurado bipolarmente, donde hay una especie de buen y mal ladrón, y este último cae en el abismo de manera definitiva, sin remisión.
No quiero plantear que haya modos de representación más o menos válidos cuando se trata de algo tan inabarcable (aunque no irrepresentable ni sublime ni inefable) como el terrorismo de Estado y sus interminables e inconmensurables secuelas. Y, en este sentido, el enorme esfuerzo que hace Heker por reflejar los problemas de la representación me parece válido y valioso. En esta línea, Carne de perra (a la cual no me he referido en esta ocasión, pero sí en el artículo anterior sobre este tema) continúa trabajando en la complejidad de la expresión de la situación límite. Pero lo que sí me interesa discutir son los modos de representación cerrados que escrutinan, a la manera de un interrogatorio, a algunos subalternos elegidos como cifra de una culpa que tiene responsables principales y también una dimensión social. Pienso que de esta forma se simplifica la expresión de las subjetividades involucradas y del proceso de destrucción al que fueron sometidas, se delimitan desenfocada y a veces injustamente las culpas y no se considera el entramado mayor que sirvió de base a los crímenes, contribuyendo así a la construcción de un imaginario donde las responsabilidades se concentran al tiempo que se difuminan, y los principales responsables se retiran de la escena y sus pistas se van perdiendo.
El acontecimiento límite que significó la última dictadura militar argentina y la chilena y especialmente las masivas violaciones a los derechos humanos que en ellas se cometieron, cumplidos ya más de cuarenta años desde el inicio de estos eventos, continúa apareciendo como un asunto de una complejidad casi inabordable, al mismo tiempo que una necesidad ineluctable, un imperativo de expresión, podríamos decir, para un grupo significativo y creciente de escritores de los últimos años. A varias décadas de lo sucedido, la pregunta cómo pudo ocurrir eso (los secuestros, al tortura, el tratamiento de los seres humanos como “paquetes”, la desaparición forzada, la pasividad e incluso indiferencia ciudadana, la colaboración…) sigue subyaciendo a gran parte de la narrativa reciente (no solo en la de los autores considerados en este ensayo, sino que, entre muchos otros, en la de Martín Kohan y Carlos Gamerro en Argentina o en la de Nona Fernández y Alejandro Zambra en Chile). La recurrente presencia de la mujer colaboradora como personaje en un número significativo de novelas, entre ellas las estudiadas en este ensayo, permite pensar que esta figura es considerada imaginariamente como una cifra que, por lo extremo de su situación (ser torturada, pasarse al bando enemigo, traicionar a sus antiguos compañeros e incluso enamorarse de su victimario), ayudaría a explicar lo ocurrido. Como se ha intentado mostrar en este trabajo, frente a esta subjetividad que se repite, las estrategias narrativas elegidas por los autores varían. Así, en los casos de Heker, Andruetto y López aquí analizados, el experimentalismo, el objetivismo y el esteticismo, respectivamente, son formas de representación que permiten modalizaciones diversas, las que hacen posible distintos niveles de visibilización, complejización/simplificación, individualización-concentración/sociabilización, acercamiento/distanciamiento. Frente a un problema que ha sido tan difícil de abordar para nuestros países, las diversas explicaciones que surgen de estos modos de tramar van componiendo un mapa imaginario de comprensión y distribución de responsabilidades. Se trata de denodados esfuerzos por responder a una pregunta que continúa atormentándonos, esfuerzos a través de los cuales se van conformando los contenidos de una memoria dolorosa y en disputa.
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Recepción: 05.10.2015 Aceptación: 04.12.2015
1 En un ensayo, ya publicado (“Confesiones subalternas”), que conforma una suerte de díptico con este trabajo, abordé la aparición de personajes femeninos que se confiesan en novelas argentinas y chilenas de los últimos años, intentando reflexionar, a partir de las ideas de Foucault, sobre la confesión como técnica de sojuzgamiento y acerca del régimen imaginario de repartición y de exención de responsabilidades de la posdictadura. Para ello centré el análisis en tres narraciones –Ciencias morales (2007), de Martín Kohan, La vida doble y Carne de perra– en que las protagonistas son mujeres, que, de manera más o menos obligada o más o menos voluntaria, asumieron labores represivas e incluso criminales, en los setenta y ochenta en sus países. En forma adicional me referí más brevemente a El desierto y a Nocturno de Chile (2000), de Roberto Bolaño.
2 En la primera se trata de una detenida que se convirtió en la pareja de su secuestrador, en la segunda, de tres ex militantes que se han transformado en colaboradoras y comparten un departamento dispuesto para ellas por los represores y en la tercera aparecen las sesiones del taller que dirige María –personaje inspirado en Mariana Callejas, agente de la DINA involucrada con su marido Michael Townley en el asesinato de Orlando Letelier, entre otros crímenes– en su casa del barrio alto, mientras paralelamente en el subterráneo se tortura. Aunque hay que decir que este último caso –que también es ficcionalizado por Bolaño en Nocturno de Chile y es relatado en uno de los textos de Entre paréntesis– es muy distinto, pues se trata de una participación voluntaria vinculada a un compromiso político previo con la ultraderecha chilena.
3 Reati analiza otras obras narrativas argentinas, además de algunas películas, en las que está presente este tema.
4 Aunque de manera no tan significativa en términos numéricos, pero sí de forma importante en cuanto permite ir describiendo y conformando la representación imaginaria de la colaboración, en la posdictadura se han publicado varias obras argentinas y chilenas en que son personajes masculinos quienes conforman la llamada zona gris (como se sabe, el término es de Primo Levi). Tal es el caso de las novelas Villa (1995), de Luis Gusmán, Dos veces junio (2002), de Martín Kohan y El guarén. Historia de un guardaespaldas (2012), de Germán Marín, además de las representaciones de un sujeto real, Jorgelino Vergara, el Mocito, quien ha sido tratado en varios trabajos periodísticos. He presentado una ponencia sobre este tema en el Primer Congreso Internacional sobre Literatura y Derechos Humanos: “Donde no habite el olvido. Herencia y transmisión del testimonio en América Latina”, organizado por la Università degli Studi di Milano y realizado en Gargnano en julio de 2015.
5 Esta investigación forma parte de un trabajo más global sobre imaginarios sociales en la narrativa chilena y argentina reciente, en que he analizado ciertas figuraciones subjetivas que se repiten en estos relatos –como son el fantasma y el imbunche–, entre las que destaca la mujer colaboradora con la represión instaurada como una figura fundamental. En él parto de la definición de Cornelius Castoriadis de imaginario social –“creación incesante y esencialmente indeterminada (…) de figuras/formas/imágenes” (12), que va más allá de lo funcional y del orden de la necesidad, y que instituye lo real y lo racional–, la que es complementada por la de Bronislaw Baczko, quien explica que: “A lo largo de toda la historia las sociedades se entregan a un trabajo permanente de invención de sus propias representaciones globales como ideas-imágenes por medio de las cuales se dan una identidad, perciben sus divisiones, legitiman su poder, elaboran modelos formativos para sus miembros” (8).
6 Para las categorías de novela experimentalista e híbrida ver Cartografía de la novela chilena reciente. En cuanto al Bildungsroman, la protagonista, Diana Glass discute la novela que está escribiendo con el director de un taller literario, Garita, y con la Bechofen, escritora austriaca que huyó a Argentina el año 1938, quien aparece como una suerte de mentora. Sobre la importancia de la pesquisa en la historia, una cita que la tematiza: “Garita se ha tomado esto como una especie de trama policial: quiere a toda costa descubrir al asesino. ¿Y yo? Yo quiero descubrirla a ella. ¿O descubrirme a mí misma?” (199).
7 Las ideas de Florencia Garramuño sobre la dificultad de representar la experiencia en la literatura también podrían ser una entrada a esta novela. Según esta autora, en las obras de escritores como Lispector o Lamborghini se presentan “formas diversas de impugnación a una idea de objeto literario acabado –de allí las numerosas interrupciones e interferencias sobre las cuales se construyen estos textos– que nunca sería capaz de apresar la vivencia o la experiencia, idiosincráticamente inapresables. En esa inapresabilidad, y en la figuración de esa inapresabilidad a través de una escritura que insiste en una desauratización de lo literario, este tipo de escritura diseña un concepto de experiencia alejado de toda certidumbre. Porque tampoco se trata de sustancializar una experiencia primera, corporal y absoluta sobre la cual se sostendría una narrativa o se desarrollaría un yo lírico. Sería imposible asumir el concepto de experiencia como un concepto fundacional a partir de una lectura de estas prácticas que enfatizan la incomensurabilidad y la fragilidad de esa noción” (“Los restos de lo real”). La complejidad de la novela de Heker puede explicarse en este marco.
8 Otro inicio, entre varios otros, que se ha propuesto muchas páginas más atrás: “En rigor la historia de ellas dos (…) empezó veintiún años antes de la tarde cenicienta, una mañana de abril que Diana Glass había temido durante todo el verano anterior” (55).
9 La trama es la ficcionalización de lo ocurrido a una amiga de la autora, Mercedes Carazo (Lucy), quien estuvo presa en la ESMA y colaboró. Sobre esto ver el artículo de Reati ya citado.
10 Lo que ocurrió con un grupo de altos dirigentes guerrilleros que colaboraron en la ESMA es relatado, entre otros, por Calveiro: “Desde principios de 1977, se inició allí (…) la conformación del llamado staff con un grupo de prisioneros, inicialmente militantes de bastante alto nivel político de la misma organización. Muchos de ellos eran de alguna manera ‘notables’, tenían apellidos famosos, alto nivel organizativo o relaciones de parentesco con dirigentes guerrilleros. Estos presos descubrieron el interés de algunos oficiales de la marina por mostrarlos como trofeo y aprovechar, al mismo tiempo, su formación política e intelectual en beneficio propio. Comprendieron que, en el marco de la carrera política que intentaba emprender Massera, poseían un insumo valioso para los marinos, que podían entregar a cambio de mayor sobrevida, con la expectativa de que ‘alguno’ podía salir libre.
La Escuela comenzó por utilizar a algunos de sus prisioneros en trabajos de clasificación y análisis de la prensa nacional y extranjera, realización de estudios monográficos sobre problemas diplomáticos limítrofes y políticos, elaboración de documentos de análisis de coyuntura y otras tareas semejantes. Dice Gras [un sobreviviente]: ‘el grupo elegido para la realización de los nuevos trabajos había comenzado a darse formas de organización interna, cuyo objetivo básico era mantener la decisión de no colaborar, y en la medida de lo posible sabotear la actividad represiva, ya que los límites fijados a la falsa colaboración consistían en no afectar a personas y organismos populares, salvar la mayor cantidad posible de vidas y poder testimoniar en el futuro’” (73).
11 En su reseña, Silvia Kurlat ordena esta complejidad es tres tramas: la historia de la narradora Diana Glass y su amiga Leonora, el testimonio que esta le entrega años después en el café Richmond y la historia de la escritura de la novela sobre Leonora.
12 Ver la tesis 8 de Benjamin en Tesis sobre la historia y otros fragmentos, donde asevera que “[l]a tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en que ahora vivimos es en verdad la regla” (3) y la discusión del concepto que desarrolla Agamben en la primera parte de su libro Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida.
13 Es decir, según Agamben, “la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable del homo sacer. . . Una oscura figura del derecho romano arcaico, en que la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que cualquiera le mate)” (Homo Sacer 18). Un hombre sagrado pero que es también “matable”, lo cual se relaciona con la noción griega de zōě, “la especie y el individuo, en cuanto simple cuerpo viviente” (Homo Sacer 11), el que es objeto de la biopolítica.
14 Uso “cifra” en uno de los sentidos que le da Borges, como síntesis, clave y resolución de un enigma complejo, por ejemplo en el “Otro poema de los dones”: “Por el mar, que es un desierto resplandeciente / Y una cifra de cosas que no sabemos” (315).
15 Como ha escrito Michel Foucault, la conminación a confesarse es una acción que está involucrada en una estructura jerárquica de dominación: “la confesión (…) es un ritual que se despliega en una relación de poder, pues no se confiesa sin la presencia al menos virtual de otro que no es simplemente el interlocutor sino la instancia que requiere la confesión, la impone, la aprecia e interviene para juzgar, castigar, perdonar, consolar, reconciliar” (77). En ella “la instancia de dominación no está del lado del que habla (pues es él el coercionado) sino del que escucha y se calla; no del lado del que sabe y formula una respuesta, sino del que interroga y no pasa por saber” (79).
16 Esto la acerca a los victimarios, que se han caracterizado por no asumir culpas, escudándose en la motivación del servicio a la Patria. Como declara Álvaro Corbalán, quien durante la dictadura chilena fue jefe del Comando Conjunto, integrante de la CNI y principal responsable, entre otros muchos crímenes, de la matanza de Corpus Cristi, en un nota enviada a un juez: “No soy ese Satanás que ha inventado la prensa. (…) estoy siendo un deleite jurídico, político y comunicacional de mis detractores, pero mantengo orgulloso mi vocación profesional y humana de ser cristiano y de ser militar. (…) ¡Quien ama a su Patria jamás será perverso! (…) Mi único pecado fue combatir el terrorismo para que mis compatriotas durmieran en paz”. Y si bien el título podría llevar a confusión en tanto el género discursivo citado involucra necesariamente la contrición, Confesiones de un torturador, de Osvaldo Romo, da cuenta de la misma falta de arrepentimiento, como ocurre en la casi totalidad de las palabras de los represores. Todo lo contrario es lo que sucede con las víctimas. Como dice Terrence Des Pres, citado por Agamben: “Sólo la capacidad de experimentar sentimientos de culpa nos hace humanos” (Lo que queda 98). En esta línea, Agamben, a partir del testimonio de Primo Levi, constata que “[e]l sentimiento de culpa del superviviente es un locus classicus de la literatura sobre los campos” (Lo que queda 93).
17 “Se suele manejar una aparente oposición, la que existiría entre héroes y traidores, como los dos extremos, el bueno y el malo, el blanco y el negro, que delimitan la diversidad de conductas posibles. No se trata más que de una reproducción de la lógica binaria. (…) El héroe es un ser dispuesto a sacrificar su vida y la de otros en pos de un ideal. Su heroicidad se realiza cuando entrega la vida en defensa de esa idea u objetivo superior que comprende hombres pero que va más allá de cualquiera de ellos en particular. Su acto se convierte en heroico al ser rescatado por una memoria colectiva que lo reivindica. En el caso argentino, los numerosos muertos en combate durante el Proceso de Reorganización Nacional podrían corresponder a esta categoría, si alguien los reivindicara. Pero ellos murieron peleando contra el poder concentracionario sin llegar nunca a los campos de concentración. Su heroicidad es externa y consiste precisamente en morir sin ser arrastrado por la corriente succionadora del chupadero. (…) El sujeto irreductible que muere en la tortura sin dar ningún tipo de colaboración es el que más se aproxima a esa noción, pero no quedan pruebas, no hay exhibición del acto heroico que se pueda testimoniar sin sombra de duda. La resistencia a la tortura es una representación solitaria del torturado ante sus torturadores. Algo semejante ocurre con el fusilado, muchas veces acribillado a balazos dentro de un coche, simulando un enfrentamiento, cuyo acto final puede ser digno pero no encierra la resistencia y el espectáculo de lo heroico; no hay testigos. El campo es también un dispositivo desaparecedor de los héroes; en lugar de matar hombres que pelean, prefiere arrojar seres adormecidos desde lo alto de un avión; escamotea la posibilidad del combate heroico. El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta. El relato que hace del campo y de su fuga siempre resulta fantástico, increíble; se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus posibles vínculos con el Otro” (Calveiro 79-80).
18 También aparece en El fin de la historia, aunque con un desarrollo menor, el imaginario subjetivo del torturador, en tanto hay una breve, pero importante, focalización en el Escualo, el marino de quien se enamorará Leonora. Es este, en general, un tema poco tratado, que ha ido apareciendo de a poco, sobre todo en el teatro. En la novela de Heker, la tortura se presenta como un tabú, según es expresado cuando el Escualo se indigna al descubrir que la joven ha pegado en la pared de su celda un poema que, de acuerdo a su interpretación, se refiere a esta: “–¡Cállese! Se habla de la tortura. Con todas las letras se la nombra. Tor-tu-ra. No se escribe sobre eso, ¿entiende? Es una inmoralidad. Es una subversión” (167).
19 Tomo esta cita de “Sobre el concepto de historia” en Escritos franceses, pues esta traducción da cuenta mejor del problema de la vida personal que estoy intentando plantear y no de la Tesis sobre la historia y otros fragmentos de la que he citado antes la tesis 9.
20 “Mide un metro con setenta y cinco, una altura superior a las mujeres argentinas de su tiempo. Pesa actualmente ochenta kilos, unos cinco por encima de su peso ideal…” (11).
21 Además se enfatiza el vínculo sexual con el torturador y las delaciones que ella cometió. Para más detalles, ver mi artículo citado en la bibliografía.
22 Esta forma de dimensionar las responsabilidades emparenta a La mujer en cuestión con El secreto y las voces, de Carlos Gamerro, novela que muestra la red de microcomplicidades en que se sustentó el terrorismo de Estado, a través de la historia de un hijo que investiga el asesinato de su padre en un pequeño pueblo.
23 Dado este modo de representación ligado a lo “natural”, son muy pocas las alusiones a la ropa de la madre. No obstante, cuando esto ocurre se la caracteriza como “una mujer elegante” (32), que usaba “polleras de tweed forradas de seda” (32) y un “saco” con botones grandes y dorados (51). Al menos dos interpretaciones podemos dar de esta indumentaria: por una parte, la adscripción de clase burguesa de la mujer, dada la calidad de los materiales de las que está hecho su atuendo, y, por la otra, la necesidad de enmascaramiento, que explica la aparente contradicción de que, a pesar de ser una militante de la izquierda, use un vestuario propio del sector más acomodado y conservador de la sociedad. La elección de la falda en lugar de los pantalones es significativa en este sentido. Al respecto, en Tejidos blandos, Pía Montalva señala que en los inicios de la dictadura en Chile, “[d]esde las revistas especializadas se levanta un discurso que traduce la estética del nuevo Régimen y que combate el uso del pantalón considerado poco femenino y nada elegante. Propone reemplazarlo por una falda bajo la rodilla, ‘sobria’, ‘clásica’” (116). La estudiosa expone bajo el título de “Máscaras” los esfuerzos que hicieron los militantes de izquierda, especialmente cuando pasaban a la clandestinidad, por cambiar su apariencia: “Luego del ingreso a la clandestinidad, hombres y mujeres intentan adoptar vestimentas más formales que las que usaban en el pasado. Las jovencitas elijen une estilo ultra femenino, compuesto por vestidos camiseros, conjuntos de pollera y blusa, traje sastre, abrigos, carteras de cuero, estilo que al momento del Golpe de Estado caracterizaba a las mujeres mayores” (115). En cambio, reserva la palabra “Camuflaje” para las necesidades de los represores de ocultar su identidad, las cuales describe en un capítulo aparte.